LA INOCENCIA DE JOAN MARAGALL
(Barcelona, 1860-1911) Poeta y ensayista catalán.
A mediados del siglo XIX, un pequeño país del sur de Europa, por uno de esos sobresaltos milagrosos e inesperados de la vida, empezaba a recuperar su identidad, su idioma, su papel en el concierto universal.
El fenómeno, que pasaba por encima de las voluntades individuales, se llamó Renaixença catalana. Con Verdaguer, un clérigo campesino, penetró en la lengua escrita. Un ciudadano barcelonés, dulce, sereno y barbudo, de escasa estatura, pero flexible y vivaz, poeta y gran traductor de Goethe, Novalis y Nietzsche, dramaturgo y ensayista, pensador y, sobre todo, inmenso «sentidor», le dio su momento reflexivo y anímico, su magisterio espiritual, su identidad nacional.
Ese hombre de escaso volumen, pero de inmenso espíritu, se llamó Joan Maragall. «Soy Naturaleza que se siente a sí misma», escribió formulando un momento inspiradídisimo de su vida. Hubiera podido escribir con idéntica verdad: «Soy esta historia diciéndose a sí misma», cuando la Renaixença emprendía su vuelo en las torres de la Sagrada Familia, impulsadas por las manos y el talento del amigo Gaudí.
Maragall, con su encendida poesía, que se extiende a su pensamiento y a su prosa, es como un sueño que uno tiene en la adolescencia y que sólo puede interpretarse después de muchos años de caminos y obstáculos. Quizá ahora, muchos años después de su muerte, podemos empezar a entender algo de su plena actualidad: algo muy nuestro, muy universal, muy hondo, pasó por aquel cuerpo menudo y ágil. Quizá nos sea necesario ir a sentarnos en aquel banco del cementerio barcelonés de san Gervasio, que se encuentra encima de su tumba y debajo de una leyenda que dice:»Joan Maragall y los suyos» para meditar en esa vida y en esa obra, mitad castellana, mitad catalana, en la que se encarna el espíritu de Cataluña y un momento esencial del espíritu europeo; donde se encuentran y aúnan, herederas de Goethe, el Norte y el Sur, las tierras frías y nebulosas de Alemania y los perfiles cálidos y luminosos del Mediterráneo.
Escritor ante todo
Leer a Maragall, en la intimidad por donde se abra, leerlo y comentarlo en público en fragmentos cuidadosamente elegidos, a menudo se convierte en una fiesta para este cronista. Experimenta repetidamente su poder pacificador, la potencia de esa palabra tan enigmáticamente sencilla y llana, tan a ras de tierra. que uno siente las propias raíces. Sus escritos empapan poco a poco los sentidos, la inteligencia, el sentimiento, y se adentra por todos los rincones del alma y del espíritu, despertando la vida latente o soñolienta.
Este cronista lo experimentó por primera vez en una reunión muy numerosa de estudiantes. En un momento de distensión se presentaron, siempre inoportunos, el aburrimiento, el nerviosismo, el tumulto. La alegría se asfixiaba. De repente, alguien empezó a leer Als estudiants o La Iglesia cremada. Al concluir la lectura reinaba un silencio tan denso, concentrado, feliz, humanísimo, que todo se transfiguró. Fue, quizá, un exorcismo.
Pocos escritores como Maragall han tenido tanta conciencia de la palabra, instrumento de su oficio: «Cuando una palabra os entra como un puñal en el corazón, fiad en ella, porque lleva espíritu»; «reinando en la palabra todo el misterio y la luz del mundo, tendríamos que hablar como embrujados. Ni una sola palabra ha dejado de nacer en una luz de inspiración». Pocos han sentido como él la responsabilidad de comunicarla: «Nada queráis saber de nuestros hechos y atended sólo a nuestras palabras, porque la palabra viene de la libertad originaria del espíritu». ¡La libertad originaria del espíritu! ¿Acaso Joan Maragall, profeta de la «palabra viva», se veía a sí mismo como un médium entre el lector y esa libertad? La verdad es que los escritos de Maragall suelen ir mucho más allá de cualquier cosa escrita: nos deja solos, a solas con nosotros mismos, pero henchidos de creación, de fuerza, de paz.
Una inocencia con color de carne
«Los blancos me tienen por negro, y los negros… por negro. ¡Y pensar que todo tiene color de carne!», exclamó en un momento difícil. Maragall, por esa libertad central, vigorosa que, tensa por el instante exigente, se le presentaba en el acto de escribir, era, sobre todo, ¡sobre todo!, un inocente -exactamente lo contrario de un ingenuo, de quien ha extraviado lo genuino.
Su inocencia, que surgía de una sobreabundancia de energía y de luz, le forzaba a escribir afirmaciones tan sorprendentes y actuales que nos arrancan un gesto de sorpresa: «España políticamente es nada y haría bien en no preocuparse más de cómo y por quién ha de ser gobernada. porque tanto da. Toda su fuerza está en su alma, y ésta nadie en la tierra se la gobernarố (…) ¿Sabéis de dónde viene el estado? De vuestra debilidad, de vuestro no querer nace el estado, y nace la entidad, y nace la sociedad, es decir, la cadena de emisarios y explotadores de la que todos acabamos por formar parte. Todos somos ya funcionarios, fantasmas representantes de intereses vivos que deshaciéndose en representaciones de representaciones, acaban al fin por no existir en realidad».
Palpamos la inocencia de Maragall cuando le vemos comunicándose con las «fuerzas esenciales», como dice, o jugando con la suerte, abriendo los libros al azar, movido «por el presentimiento de hallar en ellos la sabiduría que mejor conviene al instante». Y verificando inmediatamente que «una cierta inspiración conduce nuestra mano a escoger entre ellos y a abrirlos en la página propicia».
La inocencia de Joan Maragall es la del que expresa lo que siente, que siente lo que dice, en las antípodas de aquella vida vulgar, definida por «pensamientos no pensados y sentimientos no sentidos». Fue esa inocencia la que le separó de otros cristianos, incluso serios, fruto de un largo proceso, doloroso, tenso, en el que se adivina el fermento de Nietzsche, no tanto en sus aspectos chillones y provocativos, como en aquellos tan finos, lúcidos, sutiles y potentes, del que Bergamín y Marcel Légaut dijeron que era el precursor de Jesús para esta época. Maragall también debió de sentirlo así. La fuerza que le impulsaba en su búsqueda y que le conducía a todo lo primitivo, elemental, arcaico, a las fuentes, le llevó no tanto a la verdad como a penetrar en la evidencia de aquel estallido de vida que está más allá del texto escrito de los evangelios.
Por esa vida, fue más allá del ateísmo y del panteísmo hasta adivinar quizá, en el punto más alto de la conciencia, algo a la vez terrible, infantil y dulce -terriblemente infantil y terriblemente dulce. Con toda su inocencia y gracias a ella, ahondó allí donde la mayoría de los que se llaman cristianos no osan ni pensar.
Por la inocencia de Maragall, el «niño» regresó a nuestra escala de valores. Era la pauta para medir la realidad o irrealidad de algo, su posibilidad o imposibilidad. En Maragall, el niño señala la meta del adulto…»la sabiduría de volver a ser niño, con la riqueza de todo el mundo dentro».
Tuvo trece hijos. De ellos, posiblemente, aprendía una indecible seguridad en medio de la prueba. Lo aprendió de aquel que, aún en la cuna, en un coche tirado por caballos a lo largo de las calles de una Barcelona airada y peligrosa, rió «bárbaramente», después de mamar del pecho de su madre. Acababa de estallar la bomba del Liceo y el padre arrugaba su frente ante «la crueldad y el miedo que se reparten el mundo». Lo aprendió también del niño que sonríe a todo y que infunde sospechas acerca «de algún motivo de eterna sonrisa en lo más hondo de todas las cosas». De Nietzsche, de la fuerza espiritual que le habitaba, de su propia experiencia, aprendió que por la inocencia superamos todo resentimiento; que es ella la que nos hace reír por encima de todas las tragedias, fingidas y reales, tanto si se ha hallado su sentido, como si no. Existe, sí, por sorprendente que parezca, este nivel de conciencia. Los psicólogos lo han dicho. Y Maragall ya lo había experimentado.
A través del lente de la inocencia, Maragall vio el progreso humano como «la indefinida exaltación del individuo que la tendencia de la carne humana es liberarse poco a poco de su confusión en el rebaño para convertirse en la carne gloriosa, espiritual, del Único».
Y da muestras de su inocencia cuando añade: «Esto ahora no lo podemos entender; pero el ardiente presentimiento de lo ignorado, ¿no es lo mejor de nuestra naturaleza, la mayor señal de nobleza y nuestra guía más segura?»
Inocente fue, finalmente, cuando se planteó lúcidamente la cuestión esencial:»Todos están enfermos del miedo a la muerte…¿Quién nos enseñará a reír profundamente? ¿Quién nos ha de enseñar la profunda alegría de la vida, sino aquel que sepa enseñarnos la profunda alegría de la muerte?». Joan Maragall, que aún tenía que lanzar su exclamación» «¡Y le temo tanto a la muerte!», no podía sospechar que le había sido confiada justamente esa misión. Confiada a una muerte inocente, la suya.
Ciudad mala y embrujadora
Nació en una calleja estrecha y húmeda del casco antiguo de Barcelona, la calle de Jaume Giralt, y acabó sus días en san Gervasio, en lo alto de un montículo soleado desde el que veía el Pirineo y el mar. Recorrió Barcelona de pies a cabeza. En su adolescencia y juventud vivió en la calle Trafalgar. Allí leyó a Goethe, lo tradujo y concluyó su carrera de abogado, que casi nunca ejerció. Al casarse, fue a vivir no lejos de allí, en la Plaza Urquinaona. Cuando ya no había espacio, porque la familia había aumentado, se trasladó a la calle Consejo de Ciento y luego al paseo de Gracia. Al fin, el primero de agosto de 1899 estrenaba el número 79 de la calle Alfonso XII, en el barrio de san Gervasio, que se transformó en un pequeño Weimar y en una fiesta silenciosa, en la que participaban el mar y la montaña, acompañada por una bandada de niños y nodrizas, que se contagiaba a los amigos: Unamuno, Giner de los Ríos, d’Ors, Carné, Pijoan, Gaudí, y muchos otros. El día que cumpliò 49 años, el 10 de octubre de 1909. nació en el barrio, Mercè Rodoreda, una de las grandes novelistas de Cataluña.
Barcelona fue el amor constante y difícil de Maragall, un amor casi imposible: «¡Ah, Barcelona, ciudad burguesa, húmeda, que aplasta! ¡Ah, mediocre en riqueza, en posición, en todo, símbolo de toda mediocridad!» A menudo iba a contemplar el cuerpo de su amada desde el Tibidabo y se unía a ella en larguísimos paseos que llegaban al Ateneo, en el otro extremo de la ciudad.
Hijos de ese amor fue aquel magnífico artículo, La Muntanya i el poema Oda nova a Barcelona, concluida, llena de presentimientos, el 4 de febrero de 1909. Cinco meses después, el 26 de julio, estallaba la Semana Trágica. El 31 de julio se extinguían treinta humaredas alzadas en el cielo de la ciudad. Maragall escribió ensayos que aún ahora nos hacen vibrar y estremecer.
Unos cisnes y un hada
Barcelona representaba el invierno, la prosa y las tertulias. La poesía y su alimento, el paisaje, eran temas, más bien, del verano. En el de 1888, Puigcerdá, en aquella Cerdaña, abierta como un abrazo, cerca de un lago, negro al ponerse el sol, punteado por cisnes blancos, fue el lugar donde Joan Maragall tuvo su encuentro esencial.
Con toda probabilidad, no se fijó en el estanque ni en los cisnes. Sus ojos fueron atraídos por the fairy, el hada: una muchacha, inglesa y andaluza a la vez. Se llamaba Clara Noble. Celebraron su noviazgo en 1890 en las cercanías del Cantábrico con sus olas gigantes y a menudo retorcidas.
Se casaron el 27 de diciembre de 1891. Aquel día empezó otro noviazgo secreto: el de las raíces del árbol con la tierra que las nutre. Duró 20 años menos una semana.
Clara Noble, vid, pámpanos y uva, fue la atmósfera Que Maragall respiró. Y como el aire se hizo invisible, oculta detrás de niños y nodrizas. De ella nos habla su hijo Gabriel: «adivinaba la ansiedad, conocía el paso de las pasiones, seguía el curso de los humores difíciles…» «Jo us parlo d’ella com d’un vol d’aucells…/ Jo, d’ella, no en vull més que la presència» (Os hablo de ella como de un vuelo de pájaros…/ De ella, sólo quiero su presencia») cantó su marido que, cierto día, le contó a Adelaisa, pasión del conde Arnau, uno de los personajes de su creación, su felicidad de esposo.
Valles y montañas
En Puigcerdà, Joan Maragall no conoció la Cerdaña. Pero probó su sabor en Senillers, en el verano de 1892. Tendido en el suelo, relajado, le saturó una paz inmensa:
i vaig sent un tros més del prat suau
ben verd, ben verd, sota d ún cel ben blau.
(y me convierto en un trozo más del prado dulce,
verde, muy verde, bajo un cielo azul, azul.)
Esa experiencia de sentirse uno con la tierra, realizada ante el muro inmenso del macizo del Cadí, embriagadora, le convirtió en un enamorado de valles y montañas. En cada una discernió un espíritu distinto. El Montseny es «limpio, seco y alzado», Montserrat es un «milagro»; el valle de Nuria está «cercado de soledades».
Se casaron el 27 de diciembre de 1891. Aquel día empezó otro noviazgo secreto: el de las raíces del árbol con la tierra que las nutre. Duró 20 años menos una semana.En 1893 irá al valle de Sant Joan, cruzado por el Ter. Allí, bajo un nogal, durante la siesta, en un arrebato de inspiración, compuso la más breve e intensa de las tragedias: La Vaca cega, inolvidablemente comentada por Dámaso Alonso. Años después, se levantó en el lugar un monolito de piedra. Aquel animal,»orfe de llum sota d’un sol que crema» (huérfano de luz bajo un sol ardiente) se halla presente, invisible en la Oda a Espanya. Era un símbolo del tiempo y de aquella piel de toro que embestía ciega para alistarse en las guerras suicidas de Marruecos y Cuba. El lugar fue la Font del Cubilà, cerca de una pila erosionada. El lugar gustó tanto al poeta, que del monasterio cercano, San Juan de las Abadesas, surgió Adelaisa, la abadesa que esperaba anhelante la llegada de su amado.
Del cercano Camprodón salió para dirigirse a las fuentes del Ter, «como quien va a fiesta mayor». Pasó cabalgando por los estrechos de Murets «donde corre el río niño», por Puig de Bastiments, y por el abrupto Coll de la Marrana, hasta desembocar en la Coma de Vaca «y comenzar a andar como por los caminos del cielo».
De Olot, donde alguien le vio bailar la sardana con sus hijas, se llevó unos versos y la amistad del escultor Josep Clarà, autor de la Diosa y de aquel desnudo potente que se llama Plenitud. Unos versos de Maragall están grabados en un mármol a la entrada del museo. En el hayedo d’ en Jordà, en Olot, se sintió prisionero y liberado al mismo tiempo por el silencio y el verdor.
También visitó la otra montaña, la de los ociosos y aburridos. Sucedió en Cauterets, en Francia, cerca de Panticosa. Por recomendación de los médicos y para fortalecer su delicada salud, iba a tomar sus aguas. «Esto se parece a una jaula de monosabios. Cuando alzo los ojos a las montañas y al cielo me siento entre bastidores y candilejas». Sólo una tempestad le devolvió el sentido de la realidad y el aire de fiesta. Quizá como contraste empezó allí su Elogi de la Paraula: «¡Con qué santo temor tendríamos que hablar!» Y cuando presintió que su fin estaba cerca, lejos de los suyos, pensando en Clara, le surgió: «Nodreix l’amor de pensament i absència/ i així traurà meravellosa flor» (Alimenta el amor con ausencia y pensamientos/ y así extraerá maravillosa flor).
El mar
El mar, el mar de su noviazgo, era más festivo aún que la montaña: su movimiento es rítmico, y es origen ilimitado de vida. El mar se llamó Caldetes. Vivió en la calle de la Paz que circula cerca de la vía del tren. Delante, el parque de la estación, y en su jardín, «el pabellón de silencio». En él, el poeta maduraba en soledad su obra. Por la noche se escuchaba el rumor del mar. Trabajaba «ante la raya majestuosa del horizonte marino, viendo las pacíficas labores de los pescadores en la playa y escuchando los gritos de los chiquillos”. En aquel pabellón le visitaba Novalis mientras lo iba traduciendo. «El deseo de ver el mar, decía, es alma de Cataluña.
El regreso a casa
En Caldetes discurrió el último verano de su vida. Una nube de tristeza invadió la casa de san Gervasio. Maragall concentró toda su fuerza y llegó a su más alto magisterio. Todas las experiencias vividas, todo el Cant espiritual,el padre nuestro de muchos catalanes, se reflejan en sus últimos artículos del mes de noviembre de 1911.
El primero fue Los vivos y los muertos. En él rompe el muro de separación entre unos y otros: la eternidad está ya presente en el tiempo. Escribe después La Panacea, donde cae otra pared, esta vez entre el alma y el cuerpo, proclamando la existencia, y la experiencia, de «aquello invulnerable, pacífico, eterno, que sentimos latir en el fondo de nuestra naturaleza, aquello que es nuestra casa de eternidad, que es un infinito de amistad siempre presente, que es una buena noticia que nos está llegando constantemente si constantemente escuchamos; es aquel sentirse seguro en manos de Dios, sano o enfermo, muerto o vivo; aquella paz indestructible…» Escribe Carta a una señora: «Tal como ha llegado, tal como está en la comprensión de la multitud cristiana, esa contraposición entre Dios y el mundo…me parece que es fuente de los mayores males». Otro muro que se derrumba.
Esta unidad integradora -todo es uno, repetía- fue el fruto de una extraordinaria maduración. Aquel «ya todo es todo» del Cant espiritual, fructificó en su muerte realizando la unidad entre el hecho y la palabra. El hecho era ya tan expresivo, tan claro y elocuente, que se convertía en palabra.»¡Qué muerte tan dulce! ¡Arriba, arriba!», fueron sus últimas palabras, las de un inocente, que se moría como si marchara de excursión a contemplar algún nacimiento.