En el mundo, afirma valientemente Víctor Hugo, hay fisuras por donde pasan energías de resurrección. E invita a su mesa a otros proscritos: Job, Isaías, Ezequiel, Juan de Patmos y Pablo de Damasco. Víctor Hugo es testigo permanente de una buena noticia para la existencia humana que o no tiene derecho a vivir amedrentada por el gran fantasma de la muerte o, por lo menos, no tiene ninguna necesidad de dar carta de naturaleza a sus miedos:
Maintenant que du deuil qui m’a fait l’âme obscure
Je sors, pâle et vainqueur,
Et que je sens la paix de la grande nature
Qui m’entre dans le cœur…Maintenant, ô mon Dieu! que j’ai ce calme sombre
De pouvoir désormais
Voir de mes yeux la pierre où je sais que dans l’ombre
Elle dort pour jamais…!Je dis que le tombeau qui sur les morts se ferme
Ouvre le firmament;
Et que ce qu’ici-bas nous prenons pour le terme
Est le commencement.
Ahora que surjo del luto que me oscureció el alma,
pálido y, no obstante, vencedor
y que siento la paz de la gran naturaleza
que me invade el corazón…Ahora, oh Dios mío, con esta paz umbrosa
con la que ya puedo
ver con mis ojos la piedra donde en la sombra
ella duerme para siempre…¡afirmo que la tumba que sobre los muertos se cierra
abre el firmamento;
y que lo que creemos término en nuestra tierra
es sólo el comienzo!
La afirmación de la eterna realidad del “yo” en Víctor Hugo no tiene la crispación titánica que encontramos en el vasco rector de la universidad de Salamanca, don Miguel de Unamuno. En Víctor Hugo se da una confianza tranquila, vitalizadora, grandiosa, matizada de ironía, como en Goethe: cuando alguien le defendía con argumentos la desaparición del alma con la muerte, respondía: “Puede ser que así suceda con la suya. Yo sé que la mía es eterna”. Hugo era sencillamente un hombre que miraba y veía. Nada resistía a la “pacífica fijeza profunda de sus ojos”, a la mirada penetrante que descubría la intimidad de las cosas, allí donde son sólo corazón, belleza y fuerza. “Ningún poeta –dice un comentarista- tuvo una tan cotidiana experiencia del misterio, que es una atmósfera que se respira”. “Hugo –añade otro- tiene el extraordinario poder de suscitar la presencia real del hombre a sí mismo y al mundo; por él la criatura es devuelta al universo que es un abismo”.
Pero su visión no le arrastró a pálidos yermos ascéticos, sino que le inspiró un canto físico y verbal al amor en todas sus dimensiones, lo llevó a estrechar, primitivo y salvaje, una tierra gozosamente sana, deliciosamente activa, milagrosamente bañada por el mar, inmensamente cordial. El destierro le devolvió transfigurado lo que había perdido, sobre todo, a Didine: “Hoy he orado al buen Dios y a Didine”. El viejo resentimiento que le estrangulaba el alma se le deshizo. Y voló la obra maestra de un maestro de la poesía. Les contemplations, el canto de un hombre que está más allá de la tumba, como él mismo confiesa en el prólogo, la entrañable poesía cósmica y hogareña –el hogar que era un abismo, el abismo que le era hogar- de un ser esperanzado que amó al mundo, a sus hijos, a la esposa, a Juliette, y que lo expresó en versos hondos y bellos. Por ella, Víctor Hugo ascendió a la soledad total. La Iglesia no podía hacérselo suyo, el furioso ateísmo de su tiempo tampoco. Hugo “tan loco que creía ser Víctor Hugo”, en frase de Cocteau, pasa entre unos y otros, libre, espléndido, auténtico. “Exilium vita est” escribió en su nueva casa de Guernesey, Hauteville House, comprada gracias a aquel libro de poemas, como otro regalo de Didine.
El niño no tiene pasado ni futuro, no tiene historia. Hugo en el destierro tampoco. La crónica apenas tiene algo que decir. La felicidad, la dicha, la plenitud, tienden un velo encima de su protegido. El infinito vivido por Víctor Hugo en Jersey y Guernesey, más íntimo que su propia intimidad, más cósmico que el inacabable horizonte que veía desde su atalaya de cristal en lo alto de la casa, le daba conciencia de su propio poder, de su viviente grandeza, de su ilimitada capacidad de afirmar lo vivo que, como tal, aparecía como verdadero y bello.
Fragmento de Desconocido Vïctor Hugo. Antoni Pascual